viernes, 30 de mayo de 2014

LA CHUCHINA Y EL CARNAL.

Por Martín Velez Se llama Jesús, de niño le decíamos Chuy. Era uno más de nosotros, el grupo de plebes que integrábamos aquella incipiente red social que era la pandilla del barrio de La Ladrillera, en el Cajeme de los años 70. El Chuy era un niño afable, quizá un poco retraído. No le gustaban los pleitos, ni hacía falta, porque tenía un hermano, el Choya, al que sí le gustaban y que era, además, muy bueno para los trompones. Así que el Chuy pasaba sus días con los entretenimientos que nos eran comunes: ir a apedrear panales de bitachis, trepar las palmeras en los terrenos de La Viuda en pos de los racimos de dátiles, pescar mojarras y carpas a la Laguna, o a atravesar a nado el Canal Bajo (albureros, absténganse); todo eso hacíamos en el tiempo libre que a veces nos fabricábamos haciendo la pinta. Sin pleitos, sin mayores problemas, la infancia de Jesús, el Chuy, transcurría tranquila. Hasta que un mal día uno de sus primos, integrante también de aquella chamagosa red social, entró a la casa del Chuy y lo encontró frente al espejo, probándose el pintalabios de su mamá. Tendríamos a lo mucho 11 años, pero a partir de ese instante el mundo para el Chuy fue otro. El primo aquel, cuyo pecho no era bodega, salió corriendo para comunicar, urbi et orbi, que al Chuy le gustaba la Coca Cola hervida, que requería popote para comer arroz y que, en fin, le hacía agua la canoa. Lo bueno es que en aquel entonces no existía el “bullying”; lo malo es que la homofobia, la intolerancia y la violencia disfrazada de “carrilla” eran moneda común. Lo menos que Chuy escuchó en adelante como saludo fue el grito de ¡Pinche joto! No faltó quien le golpeara el trasero con patada trapera, o que mínimo lo corretearan a la salida de la escuela para “agarrarle las nalgas”. Hasta el “Choya” se desentendió un poco de la protección de su hermano, quizá avergonzado de que el carnal le salió jotito. Para el Chuy, a quien alguien lo rebautizó como “La Chuchina”, la vida en el barrio se volvió imposible. Se aisló en su casa; abandonó la escuela. Pasó encerrado quien sabe cuánto tiempo, haciendo esporádicas salidas, siempre veloces, para cumplir algún encargo materno a la tienda de la esquina…hasta que un día. Hasta que un día, transcurridos algunos años, La Chuchina salió de su encierro. Salió como diría después la Trevi: “…y me solté el cabello, me vestí de reina; me puse tacones, me pinté y era bella”. Asumió con orgullo su condición diferente. Ya no era aquel tímido niño lloroso que entraba corriendo a su casa huyendo de una runfla de protomachos. No, ahora La Chuchina salió con la frente levantada, enseñando a todos el rojo carmín de sus labios, dispuesto a ganarse un lugar en el barrio, que era su lugar en el mundo. Entonces tampoco faltó quien quisiera ensañarse con él por su condición homosexual. Pero la Chuchina, ya no era la misma tonta de antes. Bastaron tres o cuatro machitos a los que la Chuchina dejó tirados en el suelo con los ojos amoratados, o, como al Caballo Blanco de José Alfredo, con el hocico sangrando, para que los demás aprendieran a respetarla. A madrazo limpio, pellizcos y arañazos, la Chuchina logró el respeto que de otra manera se le negaría por siempre. Así, pudo seguir su vida: “…y caminé hacia la puerta, te escuche gritarme; pero tus cadenas ya no pueden pararme… y miré la noche y ya no era oscura; era de lentejuelas.” La vida de Jesús siguió, siempre bajo las sombras de la violencia homofóbica. Transcurridos los años que nos despojaron de pintas infantiles y aventuras juveniles, la Chuchina vive ahora del cultivo y comercialización de nopal. Vive con su pareja, y vive en paz. Entre los dos, la Chuchina y su pareja, le arrancan a su pedazo de tierra los nopalitos que esta mañana usted tal vez desayunó, o los que comerá más tarde, amable lector, lectora. Ensombrecida por la diversidad de la violencia homofóbica, apresada entre el no reconocimiento de derechos sociales; golpeados de mil maneras, a veces hasta la muerte, aislados social, económica y políticamente, así transcurre la vida de quienes son o se asumen diferentes, en este caso en lo que toca a preferencias sexuales. La modernización del mundo, y de México, pasa necesariamente por la negación de toda forma de violencia y discriminación, por el reconocimiento de todos los derechos para todos. Esa es la agenda del México del siglo XXI; esa es la agenda que pocos políticos han logrado entender, o han tenido el valor para abanderar. Por eso debe destacarse el nombre de quien ha logrado poner a México en la vanguardia mundial de la agenda de los derechos civiles: Marcelo Ebrard Casaubón. Ni modo… aunque hagan gestos.

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