sábado, 6 de agosto de 2011

¿Legalizar o no legalizar las drogas?*

Miguel Carbonell.

IIJ-UNAM.

http://www.miguelcarbonell.com/


Introducción.

Seguramente hay muchos enfoques desde los que se puede analizar el tema de las drogas. Se trata de un ámbito temático que toca aspectos relacionados con el derecho, la medicina, la sociología, las relaciones internacionales, la política, la economía, etcétera. En los párrafos siguientes, por razón de mi especialidad profesional, intentaré aportar algunas consideraciones de orden sobre todo jurídico[1].

Para tal efecto, entiendo que es útil adoptar una óptica que permita combinar la temática de los derechos humanos con la del derecho penal.

Desde los derechos humanos, el tema de las drogas debe tomar en cuenta tanto el punto de vista de los usuarios de las drogas, como el punto de vista de la sociedad.

Respecto a los usuarios, cualquier decisión sobre las drogas debe partir del principio de dignidad humana, el cual nos indica que las personas son consideradas como sujetos de derechos moralmente autónomas y, en esa virtud, capaces de tomar las mejores decisiones para guiar sus vidas.

Las prohibiciones que se hagan de ciertas conductas, como lo veremos con detalle más adelante, solamente pueden estar basadas en el daño objetivo que puedan producir en otras personas o en bienes colectivos socialmente relevantes (como el medio ambiente, por ejemplo).

Las ideas morales acerca de lo que pueda ser una vida virtuosa no pueden traducirse en leyes o en políticas públicas. El Estado puede y debe desincentivar a través de mecanismos informativos o incluso tributarios la realización de ciertas conductas, pero no puede imponer por vía de la coacción penal un modelo de vida que implique conducirse conforme a ciertos estándares o no consumir ciertas sustancias.

Las personas adultas deben ser tratadas de tal forma que tengan el espacio vital necesario para desarrollar sus propios planes de vida, con las mínimas interferencias que sean necesarias a fin de evitar daños a terceros.

Para comprender el alcance de la autonomía moral de los individuos y de la correlativa prohibición para intervenir en el diseño de sus planes de vida, utilizando para ello el derecho penal, quizá sirva recordar algunas nociones básicas, como lo son el principio de daño formulado por John Stuart Mill y el principio de lesividad que ha ido desarrollando el moderno derecho penal de cuño garantista. A tales cuestiones dedicamos los dos siguientes apartados.

Principio de daño.

Quizá la mayor aportación (al menos una de las más citadas) de John Stuart Mill a la comprensión de los alcances de la libertad y a la definición de las fronteras entre libertad y dominio (sea público o privado), consiste en su clásica enunciación del llamado “principio de daño”. Este principio se basa en la idea de que deberíamos poder hacer –sin interferencias o coacciones- todo aquello que no dañe a otros. Las palabras de Mill, que según su autor intentan explicar “un principio muy sencillo que debe gobernar absolutamente la conducta de la sociedad en relación con el individuo, en todo aquello que suponga imposición o control”, son las siguientes[2]:

Este principio afirma que el único fin por el que está justificado que la humanidad, individual o colectivamente, interfiera en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros es la propia protección. Que el único propósito con el que puede ejercerse legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es impedir el daño a otros. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a hacer algo, o a abstenerse de hacerlo, porque sea mejor para él, porque le haría feliz o porque, en opinión de otros, hacerlo sería más acertado o más justo. Éstas son buenas razones para discutir o razonar con él, para persuadirle o suplicarle, pero no para obligarle o inflingirle algún daño si actúa de otro modo. Para justificar esto debe pensarse que la conducta de la que se le quiere disuadir producirá un daño a otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que es responsable ante la sociedad es la que afecta a los demás. En la parte que le concierne a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.

Son innumerables las consecuencias que se pueden extraer de este principio, en casi todos los ámbitos de la vida humana. El derecho, la política, la economía, la sociología y quizá hasta la historia pueden ser entendidos y desarrollados de muy distinta forma si tomamos como punto de partida la frase de Mill sobre el principio de daño.

Su utilidad consiste, entre otras cuestiones, en señalar una frontera intraspasable para los poderes públicos y para los poderes privados: la que concierne al cuerpo de las personas y a los actos humanos que no trasciendan hacia la esfera jurídica o moral de los demás. Esa frontera es la que señala, en un primer momento, hasta dónde pueden llegar las reglas del derecho o de la ética. La soberanía sobre el propio cuerpo se proyecta en una serie de cuestiones tan dispares como el consumo personal de drogas, el aborto, la eutanasia, los tatuajes, las prácticas sexuales, etcétera[3]. Para José Luis Gómez Colomer “El principio de daño cumple la función de proveer un criterio para el ejercicio del poder del Estado y delimitar el alcance y los límites del derecho, criterio que autoriza a prohibir y castigar acciones como el asesinato, la violación o el robo solamente porque, y en la medida en que, causan daño a otros”[4].

Es de nuevo Gómez Colomer quien acierta al señalar que “La fortuna del texto de Mill no deriva sólo del atractivo que para muchos representa su defensa radical de la individualidad frente a las presiones autoritarias o grupales hacia el conformismo y la uniformidad, sino de su capacidad para condensar algunos de los elementos, argumentos y problemas centrales de la cuestión que aborda en pocas y decisivas palabras que, en buena medida, son todavía las nuestras”[5].

El análisis sobre el principio de daño puede hacerse tomando como punto de partida diversas perspectivas. En este momento me interesa centrar la discusión en una de ellas: la posibilidad de imponer límites a la libertad para proteger al individuo frente a ciertos riesgos objetivos. Por ejemplo, si sabemos científicamente que fumar cigarrillos es perjudicial para la salud, ¿podemos imponerle a una persona, por la vía que sea, la prohibición de fumar? En otras palabras: ¿cuándo y de qué manera se justifican las medidas de protección al individuo incluso sobre conductas que solamente lo perjudican a él?

Esta perspectiva nos conduce a la discusión sobre el llamado “paternalismo”, sea jurídico o sea moral.

Antes de pasar a ese tema es conveniente apuntar al menos una de las críticas que se le hacen al principio de daño tal como lo entiende Mill. La noción de “daño”, se dice, es un concepto que no se puede definir a priori, sino que requiere de una fundamentación o justificación[6]: ¿cuándo y porqué entendemos que cierta conducta causa un daño?

La fundamentación o justificación del daño debe partir de concepciones morales, por lo que se corre el riesgo de devolver la pelota al campo de la moral social predominante, que es precisamente de lo que quería escapar Mill. En principio podríamos salvar en parte este problema aceptando que el daño debe ser un daño “jurídicamente” determinado, lo que excluye la posibilidad de entender como causante de daño a conductas contrarias simplemente a convicciones morales o religiosas (el concepto de delito excluye a la calificación como tales de los pecados, por mencionar un ejemplo).

Otra observación crítica que se le hace al principio de daño es que se centra solamente en el valor de la individualidad (o de la autonomía), cuando pueden existir otros valores socialmente e individualmente relevantes que justifiquen una limitación de aquella. Por ejemplo la felicidad individual o colectiva, la protección de la fe religiosa, etcétera. La respuesta a estos argumentos es relativamente sencilla, aunque quizá un tanto auto-referente: la protección de la individualidad y de la autonomía viene antes sencillamente porque sin ellas no es posible aspirar a construir, desde la libertad y con justicia, ningún otro tipo de valores. Sin autonomía personal no puede existir una verdadera profesión de la fe, ni hay mucho margen para encontrar la felicidad, la cual no puede ser impuesta por terceros, sino perseguida tenaz e indefectiblemente por cada persona en lo individual, a partir de existencias y experiencias únicas e irrepetibles.

Paternalismo.

Para el liberalismo, a partir de los postulados de Mill, la autonomía de la persona entendida como valor socialmente compartido no puede permitir que el Estado determine cuáles son las formas de vida que merecen la pena y cuáles no[7]. Pero, ¿lo anterior significa que el Estado debe respetar cualquier plan de vida? Incluso los ultra-liberales aceptan que el Estado puede limitar la libertad a través de normas jurídicas, partiendo de la base o tomando en cuenta el principio de daño al que ya hemos hecho referencia: somos libres para llevar a cabo una conducta siempre que esa conducta no dañe a los demás; de hecho, el principio de daño tendría que estar en la cúspide del ordenamiento jurídico, de forma tal que rigiera la actuación de todos los poderes constituidos y el contenido de todas las normas infra-constitucionales. Carlos S. Nino explica la adopción en el ámbito constitucional del principio de daño como criterio rector para limitar la autonomía con las siguientes palabras:

“Una Constitución tiene por fin institucionalizar la deliberación pública por medio de la cual la respectiva sociedad establece los principios morales intersubjetivos sobre la base de los cuales deben resolverse los conflictos entre sus miembros y organizarse su cooperación. Dado que la deliberación pública está basada en el valor de la autonomía él debe ser reconocido por tal Constitución. El reconocimiento debe comprender el carácter irrestricto del valor de la libre elección de ideales personales y planes de vida, lo que implica la adopción del principio de daño, según el cual una acción no puede ser interferida por el Estado o por otros individuos si no causa daño a terceros. También la Constitución debe reconocer el valor de la individualidad, que no está sujeta a grados ni, por supuesto, a ninguna propiedad empírica (raza, nacionalidad, sexo) o valorativa (religión, ideología) que no fundamente la identidad de los seres humanos y que implica que no hay razón para restringir la autonomía de un individuo en beneficio de una mayor autonomía de otro individuo. Asimismo, la posibilidad de que haya normas justificadas que hagan del consentimiento de los individuos una condición de consecuencias restrictivas de la propia autonomía debe ser reconocida por la Constitución”[8].

El principio de daño, como ya se apuntaba, está lejos de ser claro cuando se le quiere aplicar a un sinfín de conductas concretas, como lo demuestra la historia reciente. ¿Qué sucede cuando aplicamos el principio de daño al consumo de estupefacientes, a las relaciones sexuales o a las decisiones sobre la propia vestimenta? La historia nos ofrece ejemplos que cómo una mala comprensión o una utilización deliberadamente torcida del principio de daño ha tenido efectos devastadores para la libertad, incluso en países democráticos. Pongamos algunos ejemplos.

En 1986, la Corte Suprema de los Estados Unidos dictó una sentencia en la que afirmaba la constitucionalidad (es decir, la corrección moral desde la óptica de la Constitución) de una ley local que sancionaba con pena de prisión las relaciones homosexuales entre varones, incluso si se celebraban de común acuerdo, en privado y entre personas mayores de edad (se trata del caso Bowers vs. Hardwick)[9]. Todavía en la actualidad existen leyes estatales en Estados Unidos que castigan con penas de prisión las relaciones sexuales por vía anal[10]. En el mismo país, sin embargo, la Corte ha extendido de manera muy amplia el derecho a la intimidad para proteger la decisión de la mujer de tomar anticonceptivos o incluso para que mujeres menores de edad pudieran realizarse una interrupción voluntaria del embarazo sin el consentimiento de los padres[11]. Lo que ponen de manifiesto ambos extremos es la gran dificultad para proceder a la regulación de la libertad y la variabilidad que el ámbito de la autonomía personal puede tener, incluso dentro de un mismo país.

Pero además, en el caso de la prohibición de las relaciones homosexuales, se demuestra que la imposición social (con el auxilio del derecho) de cierta moral sexual es completamente inapropiada desde un punto de vista liberal. En una sociedad democrática las personas tienen la libertad de tener sus propios conceptos acerca de la moral sexual y de conducirse conforme a ella; lo que no pueden hacer es imponerles esa moral a los demás. Las libertades del Estado constitucional le permiten a cualquier persona pensar, actuar y hablar en contra de ciertas conductas, las cuales puede considerar como ofensivas o degradantes, pero los demás son libres de escucharla o de seguir caminando, y desde luego son libres de comportarse –respecto de su intimidad- como mejor lo prefieran.


Lesividad.

Mill afirma, como ya vimos, que solamente cuando se cause daño a terceros se puede limitar la libertad individual. Cuando intentamos trasladar esta afirmación general al campo de lo jurídico, y más en concreto al campo del derecho penal, lo hacemos a través de las exigencias que derivan del principio de lesividad. Mediante este principio se busca asegurar que la ley solamente pueda considerar como delito aquellas conductas que lesionan bienes jurídicos de relevancia constitucional o derechos fundamentales. De esta forma se evita la tentación de algunos legisladores para reconducir penalmente conductas que pueden ser indeseables o nocivas pero que admiten, en su caso, una sanción diferente a la penal.

Además, mediante el principio de lesividad puede exigirse al legislador un ejercicio de justificación objetivo al momento de determinar qué conductas caen bajo la esfera de regulación penal.

No olvidemos que cualquier sistema penal garantista (es decir, el tipo de sistema penal que empata con los postulados liberales de Mill) debe considerar como penalmente reprochables solamente aquellas conductas que, por sus efectos, sean más lesivas a los intereses y derechos de terceros. Solamente dichos efectos lesivos son los que justifican y legitiman el ejercicio de la represión penal de cierta conducta. De hecho, en términos generales el derecho penal se legitima y se justifica solamente si es capaz de lograr un doble efecto: a) prevenir la comisión de conductas delictivas y b) prevenir la realización de sanciones informales, a través de la venganza y las demás formas de violencia extra-institucional que pueden darse en ausencia de una institucionalidad penal encargada de procesar y, en su caso, sancionar las conductas delictivas[12].

El principio de lesividad evita considerar como delitos los comportamientos meramente inmorales, los estados de ánimo que en algún tiempo se han considerado como pervertidos, hostiles o peligrosos, así como todas aquellas conductas que no se proyectan causando un daño (siguiendo con la lógica de Mill, pero llevándola al terreno jurídico) a intereses, bienes, valores o derechos constitucionalmente relevantes. Los delitos sin daño estarían, en este contexto, constitucionalmente prohibidos; es el caso de los delitos que castigan las ofensas a entidades abstractas como la personalidad del Estado, los símbolos nacionales o la moralidad pública. También estarían prohibidos aquellos delitos de bagatela, que deberían ser considerados como meras contravenciones administrativas, además de los delitos de peligro abstracto o presunto y todos aquellos que estuvieran descritos en términos vagos o indeterminados, caracterizados unos y otros por el carácter altamente hipotético y hasta improbable del resultado lesivo[13].

Luigi Ferrajoli explica que la exigencia de la lesividad ya estaba presente en el pensamiento de Aristóteles y de Epicuro, así como en toda la filosofía penal de la Ilustración (Hobbes, Pufendorf, Locke, Beccaria, Bentham, etcétera)[14]. El mismo Ferrajoli explica que “Históricamente, por lo demás, este principio (se refiere al de lesividad) ha jugado un papel esencial en la definición del moderno Estado de derecho y en la elaboración, cuando menos teórica, de un derecho penal mínimo, al que facilita una fundamentación no teológica ni ética, sino laica y jurídica, orientándolo hacia la función de defensa de los sujetos más débiles por medio de la tutela de derechos e intereses que se consideran necesarios o fundamentales”[15].

El principio de lesividad, además, sirve en la práctica para reforzar la exigencia de taxatividad que actualmente, por citar un ejemplo, figura en el párrafo tercero del artículo 14 de la Constitución mexicana, en virtud del cual los textos que contengan normas penales tienen que describir claramente las conductas que están regulando y las sanciones penales que se pueden aplicar a quienes las realicen.

La taxatividad es una especie del genérico principio de legalidad en materia penal y tiene por objeto preservar la certeza jurídica (que a su vez es una especie de la seguridad jurídica) y la imparcialidad en la aplicación de la ley penal[16]. Del principio de taxatividad penal no puede desprenderse la cantidad de penalización que un ordenamiento puede imponer a ciertas conductas ni tampoco el número de conductas que pueden caer bajo la consideración de las leyes penales; lo que sí asegura la taxatividad es que toda regulación penal tenga cierta calidad, de forma que sea clara y pueda ser comprendida por sus destinatarios. La taxatividad, como lo indica Ferreres, “no se refiere a la ‘cantidad’ de libertad, sino a su ‘calidad’: garantiza que la libertad individual se pueda desplegar dentro de fronteras seguras”[17]. Creo que Mill aplaudiría sin reservas esta definición.

De acuerdo con lo anterior, violarían el principio de taxatividad penal todas las disposiciones legislativas que sancionaran penal o administrativamente una conducta vagamente descrita o aquellas que dispusieran consecuencias jurídicas también indeterminadas. Al suponer una exigencia de que las normas penales se refieran a una lesión objetiva, material, evidente, de un bien jurídico de relevancia constitucional, resulta obvio que el principio de lesividad empata y refuerza al principio de taxatividad que está constitucionalmente previsto en México.

Ahora bien, bajo el principio de lesividad la determinación de que una conducta pueda ser penalmente relevante no estará definida solamente por la afectación que tal conducta realice sobre bienes, valores o derechos constitucionalmente protegidos, sino que además la prohibición penal tendrá que ser “idónea”, es decir, tendrá que servir para desplegar un cierto efecto intimidante. Si tal efecto no se realizara, al menos en un cierto grado, el derecho penal tendría que abandonar la pretensión de prohibir cierta conducta, preservando de esa manera –en principio- el ámbito de libertad personal que deriva de la no prohibición de una conducta. Ferrajoli pone como ejemplo de conductas que no deberían estar penalmente reguladas, por no ser la prohibición penal idónea para impedir la conducta, el aborto, el adulterio, la mendicidad, la evasión de presos y la tóxico-dependencia.

Para Ferrajoli “está claro que si la cantidad de hechos no penalizados no supera de forma relevante la de los penalizados, la introducción o la conservación de su prohibición penal no responde a una finalidad tutelar de bienes que, más aún, resultan ulteriormente atacados por la clandestinización de su lesión, sino a una mera afirmación simbólica de ‘valores morales’, opuesta a la función protectora del derecho penal”[18]. De nuevo, hay que decir que Mill seguramente sustentaría los conceptos que nos ofrece Ferrajoli.

De la anterior afirmación de Ferrajoli cabe desprender al menos dos reflexiones. La primera es que en contextos socio-jurídicos que mantienen altas tasas de impunidad (como sucede en el caso de México), la cantidad de conductas penalmente prohibidas que no son sancionadas puede llegar a ser muy alta respecto de una gran variedad de delitos. La segunda reflexión tiene que ver con el efecto “clandestinizador” que puede tener el uso del derecho penal; ningún ejemplo más claro al respecto que el de la prohibición del aborto, con el agravante de que no solamente clandestiniza, sino que lo hace afectando solamente a las mujeres, y además casi siempre a las mujeres que son pobres[19]. Algo muy parecido se puede mencionar con respecto al tema de las drogas, en el que el “efecto clandestinizador” genera un costo elevadísimo de las drogas para los consumidores finales y unas ganancias estratosféricas para los grupos criminales encargados de fabricarlas, transportarlas y venderlas.

Como quiera que sea, la consideración del principio de lesividad es por un lado el primer paso hacia el ideal ilustrado de un “derecho penal mínimo” que estuviera regido, en su base, por una idea clara del bien jurídico que debe protegerse penalmente y por una noción igualmente idónea acerca de la mejor forma de hacerlo[20]; por otra parte nos ofrece una guía más o menos fiable para saber cuándo podemos, sin violentar el principio de daño defendido por Mill, limitar (penalmente) la libertad.

Una sociedad que se desangra.

Ahora bien, lo anterior tiene que ver con el primero de los niveles de análisis que anunciamos al principio: el de los derechos de los individuos y del trato respetuoso o libre que deben tener por parte de las autoridades.

Sin embargo, hay un segundo nivel de análisis que vale la pena mencionar: el que se refiere a la sociedad en su conjunto.

A partir de esa manera de enfocar el problema de las drogas, nos podemos dar cuenta del terrible daño que su prohibición produce a nivel social.

Ese daño se expresa no solamente en cifras atroces (como la de los más de 28,000 muertos que se han dado en México entre 2007 y 2010) de homicidios y ejecuciones, sino también en la mucho mayor cifra de heridos, personas que pierden familiares, daños en el sistema de seguridad social, en el sistema educativo, pérdidas laborales, afectación de la confianza de los inversionistas, daños económicos masivos, costos presupuestales considerables, etcétera.

Sociedades enteras de pronto se ven sumidas en medio de una “guerra” contra las drogas que afecta profundamente la confianza en las autoridades, debilita el tejido social, destruye los vínculos profesionales o económicos, y arrasa con todo lo que encuentra en su camino. La vida se vuelve imposible en ciudades como Matamoros, Monterrey, Ciudad Juárez o Tijuana. Afloran los tiroteos en plena luz del día, los “daños colaterales”, las ejecuciones y los secuestros.

Las personas se sienten desconcertadas. Las que pueden permitírselo emigran. Otras optan por cambiar radicalmente su estilo de vida y viven en una especie de semi-reclusión domiciliaria. La afectación a la calidad de vida es profunda y, para miles de personas, irrecuperable.

El principio aplicable en este caso, así como en los apartados anteriores fue el de la autonomía de la voluntad, es el que aplican los médicos desde que se los enseñan en la carrera: el principio hipocrático según el cual siempre hay que disminuir el dolor. En este caso se trataría de tomar todas las medidas posibles para evitar la violencia y las secuelas de dolor que inevitablemente genera[21].

Si lo anterior es de puro sentido común, se puede reforzar pensando en los resultados que hasta ahora ha arrojado la estrategia prohibicionista. Todos los indicadores parecen sugerir que la “guerra contra las drogas” se está perdiendo en todos los frentes: el consumo no ha bajado, se ha militarizado el país, la violencia ha aumentado hasta niveles intolerables, el gasto en seguridad aumenta año con año hasta sumar cifras estratosféricas, y todo ello sin que a cambio se perciba ventaja alguna.

Conclusión.

A la luz de lo apuntado, estimo que la única estrategia viable a mediano y largo plazo debe ser la de una progresiva y bien regulada despenalización de las drogas, tomando en consideración lo siguiente:

1. Debe ser un proceso acompañado por un amplio y muy incluyente diálogo internacional. No es un tema exclusivamente mexicano, si bien la decisión final se tomará por nuestro poder legislativo.

2. Deben ponerse los incentivos para que el tema sea enfocado como un problema de salud pública y no de derecho penal. Eso supone campañas intensivas de información, auxilio y tratamiento de las adicciones.

3. Deben tomarse todas las prevenciones necesarias para que las personas involucradas en el narcotráfico no “cambien de giro” y se dediquen a otros delitos graves, como el secuestro o la extorsión. No será fácil, pero el Estado mexicano tendrá la ventaja de que a partir de la legalización deberá frenarse el enorme caudal de recursos que hoy en día reciben los cárteles de la droga.

4. Las leyes deberán castigar severamente a las personas que causen daños a terceros bajo el influjo de las drogas. Todos los prestadores de servicios al público, a cargo del Estado o de particulares, deberán acreditar que se encuentran aptos para realizar su actividad laboral con eficacia, quizá incluyendo un sistema de análisis anti-doping (al menos para los trabajos más riesgosos para la población, como los de conductores de autobuses públicos o pilotos de avión).

En el tema de las drogas México se juega no solamente el presente, sino también –probablemente- el futuro. De ahí la importancia de ir pensando en escenarios distintos al actual, para poder salir del marasmo en el que nos encontramos. Quizá la legalización de las drogas no sea una buena solución, pero es mejor que todas las alternativas que parecen estar aplicándose hoy en día. No se trata de una ruta que esté exenta de problemas y riesgos, pero quizá sea mejor que la idea de persistir en un camino que probadamente ha fracasado.


* Texto publicado en la obra colectiva La guerra al narco y otras mentiras, México, CEPCOM, Instituto de Ciencias Jurídicas de Puebla, 2011.

[1] Una sobresaliente compilación de textos sobre el tema puede verse en Vázquez, Rodolfo (compilador), ¿Qué hacer con las drogas?, México, Fontamara, 2010. Entre los textos reunidos por el destacado profesor Vázquez hay perspectivas médicas, políticas, de relaciones internacionales, jurídicas, etcétera. El lector podrá sacar gran provecho de su lectura, como lo ha hecho el autor de estas líneas.

[2] Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1997, p. 94-95.

[3] Muchas de estas prácticas han sido explicadas, partiendo del talento del más destacado liberal que ha conocido la ciencia jurídica de América Latina, en Nino, Carlos Santiago, Ética y derechos humanos, Barcelona, Ariel, 1989.

[4] Gómez Colomer, José Luis, “Libertad individual y límites del derecho. El liberalismo y sus críticos” en Díaz, Elías y Colomer, José Luis (editores), Estado, justicia, derechos, Madrid, Alianza, 2002, p. 183.

[5] Idem.

[6] Una discusión más amplia sobre este punto puede verse en Gómez Colomer, José Luis, “Libertad individual y límites del derecho. El liberalismo y sus críticos”, cit., pp. 184-185.

[7] Rosenkrantz, Carlos F., “El valor de la autonomía” en VV. AA., La autonomía personal, Madrid, CEC, 1992, p. 13.

[8] Nino, Carlos Santiago, “La autonomía constitucional” en VV. AA., La autonomía personal, cit., p. 79.

[9] Para una primera aproximación al caso, Dworkin, Ronald, Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad, Barcelona, Paidós, 2003, pp. 230 y ss. Ver también Carbonell, Miguel, “Bowers versus Hardwick: cuando el derecho entra en la recámara”, Lex. Difusión y análisis, número 119, México, mayo de 2005, pp. 33-35.

[10] Un análisis muy completo del contexto de estas leyes y de sus efectos puede verse en Eskridge, William, Dishonorable passions: sodomy laws in America 1861-2003, Nueva York, Penguin, 2008.

[11] Ver la exposición que hace Tribe, Laurence H., Abortion. The clash of absolutes, Nueva York, Londres, Norton and Company, 1992, así como la aproximación más filosófica de Ronald Dworkin en su libro El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, Barcelona, Ariel, 1998.

[12] Ferrajoli, Luigi, Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, tomo II, Roma, Laterza, 2007, p. 356.

[13] Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, Madrid, Trotta, 1995, p. 475.

[14] Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, cit., pp. 466-467.

[15] Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, cit., p. 467.

[16] Ferreres Comella, Víctor, El principio de taxatividad en materia penal y el valor normativo de la jurisprudencia (Una perspectiva jurisprudencial), Madrid, Civitas, 2002, p. 21.

[17] Ferreres Comella, Víctor, El principio de taxatividad en materia penal..., cit., p. 45.

[18] Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, cit., p. 473.

[19] Andrés Ibáñez, Perfecto, “Aborto: lo que ‘protege’ el Código Penal”, El País, 17 de enero de 2008, p. 31. Este autor, destacado integrante del Tribunal Supremo de España y el juez mejor preparado de su país, señala a propósito de la consideración penal del aborto lo siguiente: “La torpe reducción de un hondo conflicto existencial a delito, presto a ser usado para calentar algún tipo de opinión –y, con mayor o menor intensidad represiva, en función de que exista o no un sujeto policial o judicial más o menos activable a tenor de ciertos presupuestos ideológicos- es algo abierto a manipulaciones oportunistas y generador de inseguridad jurídica”. Perfecto Andrés apunta además que el dilema no es entre aborto sí o aborto no, dada la alta incidencia del mismo (del todo documentada por diversas agencias nacionales e internacionales), sino entre el tipo de aborto que se quiere propiciar: “el clandestino y, con frecuencia, séptico, o el regular realizado en las mínimas condiciones de dignidad y de salubridad para las que tienen que padecerlo”.

[20] Ferrajoli, Principia iuris, cit,, tomo II, p. 357.

[21] Ver la imprescindible reflexión de Luigi Ferrajoli sobre el derecho y el dolor en su libro Democracia y garantismo, 2ª edición, Madrid, Trotta, 2010, pp. 123 y siguientes.



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